lunes, 25 de mayo de 2015

Mamá, descárgate esa culpa


Mery Vaca, periodista y mamá

Confieso que escribir un artículo sobre la maternidad está resultando, para mí, más complicado que reseñar un asunto de política o economía. No es para menos, la maternidad me ha cambiado la vida. Sí, caí en una frase cliché; pero, ya les dije, no está resultando fácil.

No esperen en este texto odas a la madre abnegada. No. Para eso están las tarjetitas que recibirán y las poesías que escucharán esta semana. Quiero, más bien, pasearme por la persona que dejaron de ser cuando nacieron sus hijos.

Hasta el día que nació la wawa, importabas tú. Pero, desde ese mágico momento que las mujeres  calificamos como  el mejor y más importante de nuestras vidas (porque lo es), pasamos a segundo plano. Regalos, apapachos, mimos y atenciones son para la wawa. No me estoy quejando. La maternidad ha traído el amor infinito a mi vida. Y caigo en la segunda frasecita cliché. Se los advertí, no sería fácil explicar este asunto sin sentir culpa.

Ya casi nadie pregunta cómo estás tú. Ya casi nadie te trae un regalo a ti. Ya casi nadie piensa en ti como persona, sino como madre porque, bendito sea Dios, has cumplido con ese rol para el que venías "predestinada" desde que naciste.

Todo esto suena muy mal. Todo esto podría ser usado en mi contra.  Lo sé. Y, a riesgo de ello, lo escribo. No me estoy quejando, repito. Disfruto de la maternidad, como la buena madre que soy. Y va la tercera frasecita.

Entonces, nace la wawa y todo lo que digas o hagas debe estar en función de tu nuevo rol. Ahora mismo, escribo parte de este texto solo con la mano derecha porque ella está jalando mi mano izquierda para que vayamos a jugar. “Amorcito, espera un minuto”.

Te cansas y mucho, pero no te atrevas a confesarlo porque podrían preguntarte si no eres feliz o si estabas segura de lo que hacías cuando te embarazaste. O, simplemente, te sentirías culpable.

Duermes casi nada; te cambias de ropa a la rápida, aunque no lo parezca; te bañas solo si alguien llega a la casa para ayudar; comes cuando se puede y, a ese sitio íntimo de cuatro paredes que queda al lado de tu dormitorio, generalmente vas acompañada.

Esperas con ansias ese mágico momento en que la wawa se duerme para poder ¿descansar? No, qué va, esperas ese momento para lavar, barrer, planchar, ordenar el gran caos que hay en la casa y, si la siesta se prolonga, leer un poquito para no desconectarte del mundo. Y el tiempo te alcanza para ser feliz.

Así estás cuando debes volver a trabajar. ¿Y cómo harás para no sentirte culpable? Con ese peso encima y con el peso de los kilitos que ganaste en los últimos meses decides regresar, pero resulta que tu espacio se ha achicado, que tu puesto ha sido copado, que si no te pones las pilas, corres el riesgo de ser desplazada definitivamente.

De hecho, muchas mujeres son desplazadas definitivamente y, por eso, empresas como Fino se dan el lujo de homenajearlas como si ellas hubieran preferido la cocina a la oficina. Seguramente no tuvieron opción, aunque no niego que hay excepciones.

Desde cuándo no vas a la peluquería. Desde cuándo no te haces una manicura. Desde cuándo no te tiñes esas raíces. Desde cuándo no pasas por la depilación. Desde cuándo no vas al gym o al sauna. Desde cuándo no vas al cine. ¿Ya perdiste la cuenta? Yo también. Y aquella vez que sí lo  hiciste, ¿pudiste descargarte la culpa? Yo tampoco.

Son asuntos de los que no te atreves a hablar. Si lo haces, puede que seas juzgada o, sencillamente, no puedas controlar la culpa de haber abierto la boca.

Quisieras, un día cualquiera, encerrarte en el baño, disfrutar de la tina. O, tomarte unos tragos con las amigas en el bar de la esquina. Quisieras leer ese libro de un tirón, o ver esa película que se ganó la mitad de los premios Oscar y de la que todos hablan mientras tú sonríes a medio labio. Quisieras quedarte una tarde entera en la peluquería. Quisieras, pero ¿con quién dejas la culpa? Siempre hay con quién dejar a la wawa, pero no hay con quién dejar la culpa.

Ese es el asunto central, la culpa. Puedes tener un esposo, una madre o una suegra que quieran ayudarte o, que de hecho lo hagan (como es mi caso), pero no son ellos el problema, eres tú. No puedes con la culpa y no te culpo porque la maternidad, entendida como sacrificio y renunciamiento, está incrustada en nuestro ser. La familia, la escuela, la Iglesia, los medios, la sociedad, tú misma ayudaste a construir ese imaginario.

Este artículo trata de decirte, de decirme a mí misma, que descarguemos la culpa. Somos madres, buenas madres; pero también somos personas. El hecho de recuperar tu espacio como tal, no disminuirá un milímetro el inmenso amor que sientes, que siento, por nuestros hijos. Mamá, descárgate esa culpa.


Ahora sí, voy a jugar. ¡Feliz día mamás!

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