Mery Vaca, periodista y mamá
Confieso que escribir un artículo
sobre la maternidad está resultando, para mí, más complicado que reseñar un
asunto de política o economía. No es para menos, la maternidad me ha cambiado
la vida. Sí, caí en una frase cliché; pero, ya les dije, no está resultando
fácil.
No esperen en este texto odas a
la madre abnegada. No. Para eso están las tarjetitas que recibirán y las
poesías que escucharán esta semana. Quiero, más bien, pasearme por la persona
que dejaron de ser cuando nacieron sus hijos.
Hasta el día que nació la wawa,
importabas tú. Pero, desde ese mágico momento que las mujeres calificamos como el mejor y más importante de nuestras vidas
(porque lo es), pasamos a segundo plano. Regalos, apapachos, mimos y atenciones
son para la wawa. No me estoy quejando. La maternidad ha traído el amor
infinito a mi vida. Y caigo en la segunda frasecita cliché. Se los advertí, no
sería fácil explicar este asunto sin sentir culpa.
Ya casi nadie pregunta cómo estás
tú. Ya casi nadie te trae un regalo a ti. Ya casi nadie piensa en ti como
persona, sino como madre porque, bendito sea Dios, has cumplido con ese rol
para el que venías "predestinada" desde que naciste.
Todo esto suena muy mal. Todo
esto podría ser usado en mi contra. Lo
sé. Y, a riesgo de ello, lo escribo. No me estoy quejando, repito. Disfruto de la
maternidad, como la buena madre que soy. Y va la tercera frasecita.
Entonces, nace la wawa y todo lo
que digas o hagas debe estar en función de tu nuevo rol. Ahora mismo, escribo
parte de este texto solo con la mano derecha porque ella está jalando mi mano
izquierda para que vayamos a jugar. “Amorcito, espera un minuto”.
Te cansas y mucho, pero no te
atrevas a confesarlo porque podrían preguntarte si no eres feliz o si estabas
segura de lo que hacías cuando te embarazaste. O, simplemente, te sentirías
culpable.
Duermes casi nada; te cambias de
ropa a la rápida, aunque no lo parezca; te bañas solo si alguien llega a la
casa para ayudar; comes cuando se puede y, a ese sitio íntimo de cuatro paredes
que queda al lado de tu dormitorio, generalmente vas acompañada.
Esperas con ansias ese mágico momento
en que la wawa se duerme para poder ¿descansar? No, qué va, esperas ese momento
para lavar, barrer, planchar, ordenar el gran caos que hay en la casa y, si la
siesta se prolonga, leer un poquito para no desconectarte del mundo. Y el
tiempo te alcanza para ser feliz.
Así estás cuando debes volver a
trabajar. ¿Y cómo harás para no sentirte culpable? Con ese peso encima y con el
peso de los kilitos que ganaste en los últimos meses decides regresar, pero
resulta que tu espacio se ha achicado, que tu puesto ha sido copado, que si no
te pones las pilas, corres el riesgo de ser desplazada definitivamente.
De hecho, muchas mujeres son
desplazadas definitivamente y, por eso, empresas como Fino se dan el lujo de
homenajearlas como si ellas hubieran preferido la cocina a la oficina. Seguramente
no tuvieron opción, aunque no niego que hay excepciones.
Desde cuándo no vas a la
peluquería. Desde cuándo no te haces una manicura. Desde cuándo no te tiñes
esas raíces. Desde cuándo no pasas por la depilación. Desde cuándo no vas al
gym o al sauna. Desde cuándo no vas al cine. ¿Ya perdiste la cuenta? Yo
también. Y aquella vez que sí lo
hiciste, ¿pudiste descargarte la culpa? Yo tampoco.
Son asuntos de los que no te
atreves a hablar. Si lo haces, puede que seas juzgada o, sencillamente, no
puedas controlar la culpa de haber abierto la boca.
Quisieras, un día cualquiera,
encerrarte en el baño, disfrutar de la tina. O, tomarte unos tragos con las
amigas en el bar de la esquina. Quisieras leer ese libro de un tirón, o ver esa
película que se ganó la mitad de los premios Oscar y de la que todos hablan
mientras tú sonríes a medio labio. Quisieras quedarte una tarde entera en la
peluquería. Quisieras, pero ¿con quién dejas la culpa? Siempre hay con quién
dejar a la wawa, pero no hay con quién dejar la culpa.
Ese es el asunto central, la
culpa. Puedes tener un esposo, una madre o una suegra que quieran ayudarte o,
que de hecho lo hagan (como es mi caso), pero no son ellos el problema, eres
tú. No puedes con la culpa y no te culpo porque la maternidad, entendida como
sacrificio y renunciamiento, está incrustada en nuestro ser. La familia, la
escuela, la Iglesia, los medios, la sociedad, tú misma ayudaste a construir ese
imaginario.
Este artículo trata de decirte,
de decirme a mí misma, que descarguemos la culpa. Somos madres, buenas madres;
pero también somos personas. El hecho de recuperar tu espacio como tal, no
disminuirá un milímetro el inmenso amor que sientes, que siento, por nuestros
hijos. Mamá, descárgate esa culpa.
Ahora sí, voy a jugar. ¡Feliz día
mamás!
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